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Un zombi llamado Edgar A. Poe (III y última)

Edgar Allan Poe Berenice

Un zombi llamado Edgar A. Poe (III y última)

Termina enero y despedimos al divino Edgar con gatos, sombras y ultratumbas nada más. Late en nuestra memoria el primer susto o sombra de duda moviendo la cortina de la ventana o el sonido extraño de algo que se arrastra, cruje o rechina. Guardamos en nuestro interior el miedo. 

   Aún recuerdo cómo me inicié en la cultura de lo mórbido. Cómo supe que la palabra puede atemorizar, sin luz y entre velas escondido. 

   Resulta ser que en mi casita del pueblo de La Aurora, en el norte seco y frío, no había llegado la luz, no porque se hubiera ido sino porque aún no teníamos dinero para que nos conectaran. Así que en las afueras de cada casa sin luz, al anochecer, la muchachada encendía fogatas para platicarse cositas y otros chismes. 

   Yo aún era morrillo y mi hermano Juan, que era un tipo a todo dar, se reunía con amigos a darle a la cantada. Canciones norteñas de balazos y de besos. Un día, mejor dicho, una noche, Jesús Rosendo, tipo bueno para la guitarra, le rascó las tripas a su mueble y salieron unas notas que me emocionaron, no así la letra que me puso los pelos de punta, me hizo recoger, conforme avanzaba su lúgubre tonada, poco a poco mis pies hasta quedar hecho bola en la silla de mimbre del patio de la casa. Era una canción de terror que creí haber soñado por el desvelo que pasé aquella vez.

   Y no la recordaría sino tiempo después, cuando el maestro Daniel, en el salón de clases y a la hora de “Educación artística” (hora y tiempo que el maestro Daniel sí se la tomaba en serio) nos leía un cuento del que fueron naciendo mis recuerdos: 

   La desdicha es diversa…/ Mi nombre de pila es Egaeus…/ Berenice y yo éramos primos y crecimos juntos…/ Berenice y su desventurada enfermedad…/ su delgadez era excesiva…/ sus ojos no tenían vida ni brillo…/ y en una sonrisa de expresión peculiar los dientes de la cambiada Berenice se revelaron lentamente a mis ojos… 

   Con el tono medido, el maestro Daniel nos iba adentrando en la historia, y yo iba recordando aquella vieja canción olvidada.

   … y el fantasma de los dientes mantenía su terrible ascendiente…/ una criada deshecha en lágrimas me decía que Berenice ya no existía…/… un criado me hablaba de un salvaje grito…/ … de una tumba violada…/ Señaló mis ropas: estaban manchadas de barro, de sangre coagulada. (“Berenice” de Edgar A. Poe).  

   De eso trataba aquella canción de tumba que no creía recordar. Y esta era la canción, que decía de otro modo lo mismo: Ató con cinta los desnudos huesos/ el yerto cráneo coronó de flores/ la horrible boca la llenó de besos y le contó, sonriendo, sus amores. (“Bodas negras” de Julio Flórez (sic), aunque se dice que es de la autoría del sacerdote venezolano Carlos Borges, y otros más se pelean su autoría. Pero en la aguda voz de Julio Jaramillo es un lamento frío). 

   Pero, a partir del invento de la bombilla, la luz venció a las tinieblas y la noche quedó atrás para otros miedos. Vendrían otros medios de comunicación a gritarnos más fuerte, a sacudirnos la tranquilidad.  

   Y no debemos olvidar que la portentosa vida de la muerte, como indica el título de la novela de Fray Joaquín Bolaños, sigue latiendo en los textos del señor Edgar A. Poe, quien con sus arrojados descubrimientos en materia literaria,  continúa vigente esa sombra de duda y de misterio a través de sus temas generados como lo policiaco, la ciencia ficción, las aventuras o expediciones demenciales, las descripciones necrofílicas.

   Si las fantasías de terror de Poe fueron consideradas una desmesura por una medrosa sociedad norteamericana del siglo XIX, actualmente la (hiper)realidad del vecino país plagia al arte y hace gala de exceso de violencia. Tanta, que pasa como “normal” su necrocultura, misma que señala su decadencia.

   Mientras tanto, Edgar A. Poe vive un renacer constante más allá de la muerte y se nos revela no como creador de supersticiones ni desconciertos, sino como lo que es: un vidente, un poeta.   

*Frank Stinkfoot. Escritor norteño y fronterizo. Trotamundos de paisajes invisibles y lector de escritores que, como él, siempre cabalguen los horizontes del asombro, la fantasía y lo “maravillante”. Fundó, con su compañero de andanzas Antonio de Galicia, la revista efímera (sólo un número) Fantasmas del desierto.

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